Todo contrato es ante todo la evidencia de un desencuentro.
Los contratos no son cosa nueva, en el derecho romano ya se
los nombra, inclusive los había de diferentes categorías y referían a un
acuerdo de voluntades que pretendían brindar protección a los contrayentes ante
posibles irregularidades. Estos contratos estaban abalados por la justicia
romana y contribuyeron al orden civil y a la multiplicación de relaciones
forzosas. A ver:
Las relaciones más genuinas no necesitan pactos, contratos
ni acuerdos pre establecidos, simplemente porque la amistad, por ejemplo, es el
resultado de un encuentro entre personas que desarrollan un vínculo afectivo
que no permitiría abusos ni daños, por la simpatía que los mancomuna. Usted
podría preguntarse entonces que pasaría entre personas corrompidas y protervas.
En este punto podemos recordar a Cicerón que consideraba que la amistad se da
entre quienes poseen el sumo bien en la virtud, en pocas palabras los
maliciosos no conocen la amistad y tal vez si necesitarían de un contrato para
establecer una.
Casi nadie se aventura a establecer contratos de más de tres años de duración en ningún ámbito, sin embargo algunos se arrojan al matrimonio con la esperanza de sostener un contrato vitalicio y si bien esto parece ser una locura, un salto de fe, quienes juzguen irracional esta clase de decisión, podrían festejar el romanticismo que se da solamente en este tipo de contrato o al menos que se daba antes de que la especulación financiera se abriera camino en el único contrato que parecía gozar de cierta nobleza. El contrato prenupcial es otro intento más de restar pasión sin sumar razón y ante tal situación solo nos queda saborear el sinsabor.
Todos los días, la mayoría de los seres humanos establecemos
relaciones contractuales, escritas u orales. Al comprar pan o cualquier otra
cosa, estamos estableciendo un contrato, y teniendo en cuenta que los contratos
tienen diferentes componentes, la que más suele tenerse en cuenta por las diferentes
partes, es la obligacional. Por esta razón estoy seguro de que un encuentro
amoroso no necesita contratos de ningún tipo. El amor no sabe nada de obligaciones,
no las necesita, al menos cuando es compartido, por supuesto como los
encuentros amorosos suceden con poca frecuencia, el contrato aflora como una
herramienta que permite a aquellos desafortunados que no les tocó enamorarse de
alguien que los ame, poder vivir una relación, que los observadores menos perspicaces confunden con un encuentro
amoroso. Claro que el castigo es tremendo para quienes quieren hacer de un
desencuentro una familia y vale aclarar que en estos casos ni el mejor de los
contratos los libra de pesares.
Durante cuatro años alquilé la casa de un locatario que
solía decir: “conmigo despreocúpate por que yo soy confiado y creo en la
palabra; a esta declaración yo solía responder: Que bien, porque yo jamás lo
estafaría. Como indicio de que su declaración era falaz aun conservo los dos
contratos de alquiler que el mismo redactaba. Las dos veces que firmamos los
contratos se comportó de manera inquietante, se comía las uñas y miraba con
pánico a la escribana mientras golpeaba los dos talones contra el piso con la
destreza de un baterista de heavy metal. Antes de mudarme a otra ciudad, al
finalizar el último contrato le dije: tal como le prometí siempre pagué al día
y él me respondió: Si, fue muy buen inquilino y siempre confié en usted. Esa
fue la última vez que lo vi y podría asegurar que ambos sentimos casi el mismo
vacío: Él por perder una oportunidad de confiar en quien lo merecía, y yo por
perder una oportunidad de demostrar que soy confiable, porque en definitiva
jamás sabremos como hubiese sido nuestro vínculo sin contratos de por medio.
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